En mi rincón del mundo no se ven muchos papas. Por eso sentía una excitación infantil cuando me uní a mis compañeros jesuitas de todo el mundo para esperar la llegada del papa Francisco y su discurso a la Congregación General 36 de la Compañía de Jesús. ¿Qué nos diría? ¿Nos pediría algo especial? Puede que algunos de nosotros estuviéramos buscando una percha en la que colgar nuestros sombreros apostólicos. Otros tal vez esperaban un sentido de orientación aprobado por el papa.
El papa Francisco nos regaló quizá lo que menos esperábamos, pero probablemente lo que más necesitábamos. Nos devolvió a la Fórmula del Instituto, a la inspiración fundacional de san Ignacio y sus compañeros. Al hacer esto, estaba mostrando un gran respeto por la Compañía de Jesús. Habría sido fácil señalar un objetivo apostólico concreto. Pero habría sido bastante paternalista y, a la larga, una pérdida de esperanza para la Compañía de Jesús y para la familia ignaciana global.
El papa Francisco, sin embargo, nos fundamentó en nuestro modo de proceder, que expresa para nosotros la mejor manera de realizar el mayor bien. Concretamente, el papa Francisco caracterizó nuestro modo de proceder como marcado por la alegría y la consolación, la cruz de Cristo y el servicio a la Iglesia nuestra madre.
La alegría humana ha sido un tema central para el papa Francisco –la alegría de la familia, la alegría de la creación, la alegría del evangelio–. Nos ha invitado a buscar activa e incesantemente la alegría de la consolación en la toma de decisiones. La alegría, entonces, se convierte en el criterio de la acción. En la desolación, nos mantenemos a la espera, buscando activamente la alegría de la consolación antes de seguir adelante con la acción. En la consolación, actuamos con confianza y en una dirección.
Nuestra alegría está misteriosamente arraigada en la cruz de Cristo. «Toca mis heridas», dice Jesús a Tomás. «Pon tu mano en mis heridas y creerás». Solo tocando las heridas de Cristo haría Tomás su gran profesión de fe: «¡Señor mío y Dios mío!». A nosotros se nos pide nada menos que esto: mirar a nuestras propias heridas, ver cómo Dios ha sido tan misericordioso con nosotros. Solo entonces seremos capaces de escuchar con compasión el grito de los pobres y el grito de la tierra, el cuerpo roto y crucificado de Cristo.
Todo esto lo hacemos como cuerpo de Cristo, como comunidad, como Iglesia. Discernir lo que debemos hacer en una Iglesia que es a la vez santa y pecadora, libre y rota, es nuestra llamada como servidores de la Iglesia de Dios. Esto requiere de nosotros la mayor libertad espiritual, una libertad que escucha y ofrece esperanza.
Estoy muy agradecido por el desafío del papa Francisco a la Compañía de Jesús. De los labios del Santo Padre no salió ninguna misión concreta evidente. No se nos dio ninguna tarea específica para la que pueda desarrollarse un plan apostólico en los próximos años. Sin embargo, está muy claro que sí se nos ha dado una misión, y además una bastante difícil.
por John McCarthy, SJ (CDA)