Todos los participantes en la CG 36 esperaban, con el corazón palpitante, la jornada del 24 de octubre: la visita de un papa a sus compañeros, reunidos en Congregación General en la curia generalicia, a dos pasos del Vaticano. Ese lunes, a las 9 :05 h, el papa Francisco hace su entrada en el aula donde tienen lugar los trabajos de la Congregación General. Lo hace sin tambores ni trompetas. Es su estilo: la sencillez y la modestia. Además, aquí está entre los suyos. Está en familia.
La acogida es calurosa. Personalmente, yo estoy conmovido. Hasta las lágrimas. La emoción invade el aula. Algo indecible está ocurriendo. Un papa jesuita ante sus compañeros jesuitas. Algo inédito. Una gran novedad. Un signo de los tiempos al que hay que sacarle el sentido en la oración y la meditación durante los próximos días.
Antes de que el Santo Padre tomase la palabra para dirigirse a la asamblea, muchos, como yo, esperábamos fórmulas «mágicas», «recetas» ya elaboradas para nuestra vida de jesuitas y para curar nuestro «mundo roto». Nada de eso. Su discurso es más bien sencillo y transparente. Nada de lenguaje ampuloso, palabrero. No manifiesta ninguna pretensión: nada de retórica incendiaria. Su discurso es bastante sobrio, pero denso. Está centrado en palabras y frases clave.
Me quedo con las que van a orientar mi futuro como jesuita y, esperemos, el de los jesuitas:
«La Iglesia necesita jesuitas para ir a las regiones donde otros no van»,
«Ignacio no quería la perfección para sí mismo, sino la salvación de los demás»,
«Una buena noticia no debe darse con cara triste, sino más bien con alegría»,
«Una de las expresiones de la alegría es el sentido del humor – ¡una gracia que hay que pedir!»,
«La Compañía es el fervor en la misión»,
«El jesuita es el servidor de la alegría del evangelio»,
«La mayor parte de la humanidad está sufriendo»,
«Donde hay dolores, allí está la Compañía»,
«Como san Pedro Fabro, debemos pedir siempre la gracia de discernir [palabra que aparece numerosas veces en su discurso] para hacer las cosas según el buen espíritu»,
«Debemos trabajar por la paz, incluso al precio de dar nuestra vida»,
«Laudato Si’ no es una encíclica verde; es una encíclica más social que verde»,
«No promover las vocaciones es suicida para la Iglesia»…
Más allá de las palabras, es la persona la que fascina: su valentía, su audacia profética, su sencillez, su sonrisa radiante, su mirada llena de amor, su serenidad, su profundidad interior, su humor ignaciano, y por encima de todo su amor incondicional a la Iglesia y su adhesión indefectible a la herencia ignaciana.
Por Paulin Manwelo, SJ (ACE)